Leyendo a algunos teóricos
del arte actuales uno tiene la impresión de que las prácticas artísticas tienen
el descomunal empeño de atrapar una realidad que se nos escurre entre los dedos
¿Por qué, parafraseando a Martì Peran, ese impaciente deseo de realidad que hoy
padece la cultura contemporánea? Será porque todo incita a la pasividad. De ahí
que artistas como Suzanne Lacy se autoproclamen ciudadanos-activistas, y se
defienda la creación contextualizada (Paul Ardenne), referida a una realidad:
local, nacional, mundial, pero concreta. El arte desbocado del postmodernismo
vuelve, sí, al redil de la realidad.
¿Qué decir del papel del crítico? Lacy aboga por que debe tomar partido cuando habla de la obra que tiene una intención de significado social. De nuevo el activismo de fondo, la acción política, en el sentido griego. Pero ¿es que ya no hay perspectiva histórica que valga para juzgar críticamente el valor artístico de una obra, de una práctica, de una creación —y no digo su acomodo a determinados cánones estéticos convencionales—, salvo la de su supuesta “eficacia”, alcance o trascendencia social? Por no hablar de la cuantificación de su eco mediático, siempre en el contexto presente, aquí y ahora. Del curador o comisario, asimismo, dice Peran que “es, muy a menudo, el mero asistente del verdadero mediador del lugar”, o sea, del artista. Este afán debelador de lo anterior, exacerbado en los manifiestos de las vanguardias, no es nuevo en la historia del arte, como tampoco el hecho de buscar nuevos cauces para la expresión, nuevos espacios de interlocución y hasta nuevos mercados. ¿Y después del fin del arte, qué? no es más que una pregunta retórica y la intuición de Arthur C. Danto al respecto queda desmentida. Convengo con Lacy en que este arte público de nuevo cuño, con todas sus contradicciones, tiene, en todo caso, la vitalidad y la validez de lo simbólico.
¿Qué decir del papel del crítico? Lacy aboga por que debe tomar partido cuando habla de la obra que tiene una intención de significado social. De nuevo el activismo de fondo, la acción política, en el sentido griego. Pero ¿es que ya no hay perspectiva histórica que valga para juzgar críticamente el valor artístico de una obra, de una práctica, de una creación —y no digo su acomodo a determinados cánones estéticos convencionales—, salvo la de su supuesta “eficacia”, alcance o trascendencia social? Por no hablar de la cuantificación de su eco mediático, siempre en el contexto presente, aquí y ahora. Del curador o comisario, asimismo, dice Peran que “es, muy a menudo, el mero asistente del verdadero mediador del lugar”, o sea, del artista. Este afán debelador de lo anterior, exacerbado en los manifiestos de las vanguardias, no es nuevo en la historia del arte, como tampoco el hecho de buscar nuevos cauces para la expresión, nuevos espacios de interlocución y hasta nuevos mercados. ¿Y después del fin del arte, qué? no es más que una pregunta retórica y la intuición de Arthur C. Danto al respecto queda desmentida. Convengo con Lacy en que este arte público de nuevo cuño, con todas sus contradicciones, tiene, en todo caso, la vitalidad y la validez de lo simbólico.
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