domingo, 14 de noviembre de 2021

Goya al desnudo: una panorámica de su obra en Basilea

Llega con retraso, a causa de la pandemia, una de las exposiciones goyescas más importantes realizadas hasta la fecha fuera de España. Una retrospectiva total, en el ámbito de una Fundación de Arte contemporáneo, que abunda en el carácter bifronte del pintor aragonés: uno de los últimos grandes artistas de Corte, a la vez que precursor del arte moderno y adalid de la libertad creativa. 

Martin Schwander, su comisario, dice que “nuestra época muestra una especial afinidad hacia los creadores ambiguos, cuyo arte ambivalente o contradictorio cuestiona las supuestas certezas”. Todo invita a pensar que sí. La víspera del Día de Muertos una cola interminable aguardaba al visitante en este suburbio campestre y húmedo de la capital cultural suiza. El jardín de Villa Berower en Riehen hunde sus pies en el agua, como los pilares de la fachada del museo ideado por Renzo Piano para el marchante Ernst Beyeler en aquella finca, y esa noche todo estaba preparado para la fiesta de Halloween. Te recibía un taller de calaquitas mexicanas y, transitando entre máscaras de Carnaval —almas en pena esperando a mostrar su green pass—entrabas por fin en un espacio, si no paradisíaco, evocador de lo que fue la primera y única exposición monográfica dedicada anteriormente en Suiza al aragonés, la de la Kunsthalle Basel en 1953. 

Diez años de preparación, 275 obras de Goya entre lienzos (casi el doble que en la precedente) y obra gráfica. El conjunto y la selección son apabullantes. Reunir semejante patrimonio artístico para una exhibición temporal ha sido sin duda una empresa digna de su resultado. Ningún hilo conductor en particular, salvo el biográfico escanciado por los autorretratos, entre ellos el “de bodas” o el exvoto con el médico Arrieta, especie de santo laico que le asiste en su vejez. Un apretado despliegue para mostrar una rica trayectoria artística en 10 salas, que se recorren en un par de horas —sin contar la película de Philippe Parreno. 

Para un crítico de arte nada complaciente como Étienne Dumont, el montaje resulta demasiado aséptico, frío. Y es cierto. Poco acorde con un artista a quien el minimal le queda todavía lejos, esas paredes pintadas en dos tonos de gris y que confieren un carácter impersonal al espacio, diáfano y fluido, garantizan sin embargo una contemplación reposada. Todos los ojos se fijan en Goya y nada distrae la atención. Se circula bajo una cubierta translúcida, inmersos en esa misma luz lechosa, aplicada en pequeñas pinceladas, que lame los cuerpos penetrando bajo las bóvedas de hospitales y cárceles en los lienzos del Marqués de la Romana, mostrados al público por segunda vez (la primera fue en el Museo del Prado), o en el Interior de prisión de The Bowes Museum (Barnard Castle), de su primera serie de cuadros de gabinete. Tintas neutras, pues, como telón de fondo, para no disminuir el vigor de la paleta de Goya. Marcos dorados y amarillo de Nápoles a raudales, esparcido en pantalones, echarpes, sayas, vestidos de talle alto, chalecos, tapicerías, entorchados de retratos y cuadros de invención, hacen de esta parte del recorrido expositivo un gran camafeo para deleitar la mirada. 

Sobre todo en las primeras salas, más esponjadas, donde predominan lienzos y pintura al óleo, con la señera presencia de La familia del infante don Luis (menos imponente que en su ubicación habitual en la Fundación Magnani-Rocca de Parma). Se parte de 1775 y Goya ya está en Madrid. Cartones para tapices de gran belleza cromática como El cacharrero y deliciosos bocetos como el de La florera —espléndida la sala 2, ilustrativa del patronazgo de los duques de Osuna a Goya y primeros cuadros de gabinete— preceden la apoteosis del itinerario en la sala 4, con un buen número de retratos de aparato, reales, el magnífico de Jovellanos, Godoy y la mítica Maja vestida, entre otros. Ésta última preside el cartel anunciador así como la cubierta del elegante catálogo (editado en español por El Viso), con textos que son concentrados de investigaciones publicadas precedentemente por sus autores. 

Lo que viene a continuación, salas 5 y sucesivas, es quizá lo más representativo de esa doble vida artística de Goya. Son algunos de los “caprichos” de la vida real, tal como los definieron Wilson-Bareau y Mena en Goya, el capricho y la invención (Museo del Prado, 1994), realizados de propia iniciativa por el artista en el umbral del siglo XIX. Los ya aludidos lienzos del Marqués de la Romana, los Caníbales del Museo de Besançon —aquí antedatados— y las famosas tablas de la Real Academia de San Fernando pintadas ya en la posguerra. Lo macabro de estos cuadros de pequeño formato, inspirados a veces en sucesos, está en perfecta sintonía con los 5 bodegones traídos desde Dallas, Houston, París o Winterthur y situados unos pasos más allá: triunfo de la carne muerta. 

Junto a las series grabadas y algunos de sus dibujos preparatorios, se exhiben en esta ocasión otros menos conocidos de los Cuadernos (mejor que álbumes, como explica José Manuel Matilla en el catálogo) del artista. Cabe preguntarse sobre el criterio de esta selección antológica: lisiados, ajusticiados, prisioneros, visiones fantasmales del Cuaderno C, escoltados por el Autorretrato de 1815 que, en la sala 6, muestra a un Goya anciano y de mirada desencantada. No es para menos, pues prosiguiendo con nuestro recorrido veremos el retrato de Fernando VII con todas las insignias de su poder absoluto, y ya en la sala 7 se explota este vivo contraste con el cuadro de Goya enfermo en brazos del doctor Arrieta. No es casual que en los años sucesivos elaborara el Cuaderno D (“De viejas y brujas”), también representado con un único folio. Más nutrida y variada es la muestra de los Cuadernos E y F, reveladora de la febril actividad de Goya volcada en el dibujo durante aquellos años. 

Llegados a la etapa del exilio francés, las salas 8 y 9 reservan al visitante con sus más de 40 dibujos (Cuadernos de Burdeos) y litografías una explosión de vitalidad creativa. La mirada se extravía en esta densidad. Pocos retratos al óleo, sólo de sus más íntimos, rebajan el tono inicial de esta exposición, que termina en un cuarto oscuro con la proyección de sus Pinturas negras, triste final para un artista que vivía, sobre todo sus últimos días, en y para el dibujo. 

Fundación Beyeler, 10 de octubre de 2021-23 de enero de 2022.