"El arte público ha dejado de ser un héroe a caballo". No, no se trata de la conversión
de Saulo, pero sí de una caída del arte de su pedestal. La frase de Arlene
Raven arremete contra una imagen de la ciudad decimonónica constelada de
monumentos conmemorativos, estatuaria en sentido clásico, que vehiculan el
discurso hegemónico de la sociedad bienpensante, burguesa, y que es, asimismo,
expresión de esa historia positivista, hecha de nombres propios y personalidades, las únicas dignas de memoria. Cierto que ha llovido desde
entonces, hoy que el politólogo Toni Negri esgrime, en oposición al concepto de
“pueblo”, el de moltitudine, agregación
de individuos activos y en absoluto manipulables, generadores de riqueza
inmaterial y capaces de autodeterminarse.
Altamente simbólico, aunque no para todos, aquel arte que ahora nos parece caduco no dejaba por eso de ser funcional en tanto que articulador y embellecedor del espacio urbano, sobre todo. Pero la degradación no conoce límites, y buena parte del arte actual ubicado en espacios públicos, por más revestido que se presente de ropajes vanguardistas, minimalistas o conceptualistas, se ha quedado reducido a la pura forma, desnudo de significado ante nuestros ojos, incapaz de generar el más mínimo feed-back. ¿Qué mayor descontextualiazión que la del llamado arte “de rotonda” (o de autopista), especie de mojón para el tráfico rodado? Hablando de caídas, ¿no cuadra bien a los mixtos gigantes de Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen, en el barcelonés barrio de Horta (1992), el apelativo de “esculturas cataplún” (plop sculpture)?
Debe de haber otro modo de sacar a pasear el arte a la calle, fuera del museo o la galería, y de democratizar su fruición hasta llegar a la interactividad, como ya acontece con determinados proyectos multidisciplinares y de naturaleza cooperativista del tipo de los que promueve, por ejemplo, el colectivo Idensitat, nacido en Calaf (Barcelona), en el umbral del cambio de siglo. Más aún, el espacio público se convierte en el sujeto de este nuevo arte, anulando toda distancia entre artista-creador y público-receptor, como escribe Fernando Gómez-Aguilera, director de actividades de la Fundación César Manrique. Quien nota otro efecto no menos radical: el de la disolución de los límites entre las artes, entre arquitectura y escultura, al producirse la “espacialización” de la escultura. Y cita, a propósito, el memorial de los veteranos de la guerra de Vietnam, concebido por Maya Lin en 1981, en el que no campea ninguna escultura homenaje al soldado desconocido, como era habitual, por ejemplo, en cualquier pueblo italiano que se preciase de honrar a sus caídos en las dos grandes guerras europeas… Este site de la memoria, en Washington, favorece de hecho el encuentro colectivo, y no sólo el de las familias.
Cuán lejos estamos de la noción de espacio público alimentada en el pasado por la Iglesia, cuya culminación sería la plaza de San Pedro del Vaticano, ideada por Gianlorenzo Bernini en plena Contrarreforma y ejemplo excelso de arte no ya urbano sino ecuménico. Qué abismos no separan al polifacético artista barroco —cuyo genio quedaría oscurecido por la servidumbre a las ideas de sus comitentes— del actual “artista” público, cuyo trabajo, como diría Malcolm Miles, es habilitar espacios en el lugar convivial por excelencia, la ciudad, para favorecer el empowerment de la comunidad, algo que no disgustaría a Negri. Sea como fuere, parece que el arte que aspira a salir de los estrechos muros de la intimidad creadora, acaba cayendo en las garras de la ideología. Por eso Goya se dedicaba a pintar y a grabar obras en las que el capricho y la invención “no tienen ensanches” ni otros límites que reventar, cuando la realidad de su época, la que sufría en carne propia, le acuciaba demasiado. Caprichos llamó, no en vano, a una de las obras más críticas con la sociedad de todos los tiempos…
Altamente simbólico, aunque no para todos, aquel arte que ahora nos parece caduco no dejaba por eso de ser funcional en tanto que articulador y embellecedor del espacio urbano, sobre todo. Pero la degradación no conoce límites, y buena parte del arte actual ubicado en espacios públicos, por más revestido que se presente de ropajes vanguardistas, minimalistas o conceptualistas, se ha quedado reducido a la pura forma, desnudo de significado ante nuestros ojos, incapaz de generar el más mínimo feed-back. ¿Qué mayor descontextualiazión que la del llamado arte “de rotonda” (o de autopista), especie de mojón para el tráfico rodado? Hablando de caídas, ¿no cuadra bien a los mixtos gigantes de Claes Oldenburg y Coosje van Bruggen, en el barcelonés barrio de Horta (1992), el apelativo de “esculturas cataplún” (plop sculpture)?
Debe de haber otro modo de sacar a pasear el arte a la calle, fuera del museo o la galería, y de democratizar su fruición hasta llegar a la interactividad, como ya acontece con determinados proyectos multidisciplinares y de naturaleza cooperativista del tipo de los que promueve, por ejemplo, el colectivo Idensitat, nacido en Calaf (Barcelona), en el umbral del cambio de siglo. Más aún, el espacio público se convierte en el sujeto de este nuevo arte, anulando toda distancia entre artista-creador y público-receptor, como escribe Fernando Gómez-Aguilera, director de actividades de la Fundación César Manrique. Quien nota otro efecto no menos radical: el de la disolución de los límites entre las artes, entre arquitectura y escultura, al producirse la “espacialización” de la escultura. Y cita, a propósito, el memorial de los veteranos de la guerra de Vietnam, concebido por Maya Lin en 1981, en el que no campea ninguna escultura homenaje al soldado desconocido, como era habitual, por ejemplo, en cualquier pueblo italiano que se preciase de honrar a sus caídos en las dos grandes guerras europeas… Este site de la memoria, en Washington, favorece de hecho el encuentro colectivo, y no sólo el de las familias.
Cuán lejos estamos de la noción de espacio público alimentada en el pasado por la Iglesia, cuya culminación sería la plaza de San Pedro del Vaticano, ideada por Gianlorenzo Bernini en plena Contrarreforma y ejemplo excelso de arte no ya urbano sino ecuménico. Qué abismos no separan al polifacético artista barroco —cuyo genio quedaría oscurecido por la servidumbre a las ideas de sus comitentes— del actual “artista” público, cuyo trabajo, como diría Malcolm Miles, es habilitar espacios en el lugar convivial por excelencia, la ciudad, para favorecer el empowerment de la comunidad, algo que no disgustaría a Negri. Sea como fuere, parece que el arte que aspira a salir de los estrechos muros de la intimidad creadora, acaba cayendo en las garras de la ideología. Por eso Goya se dedicaba a pintar y a grabar obras en las que el capricho y la invención “no tienen ensanches” ni otros límites que reventar, cuando la realidad de su época, la que sufría en carne propia, le acuciaba demasiado. Caprichos llamó, no en vano, a una de las obras más críticas con la sociedad de todos los tiempos…
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