En 2013 fue depositado en el
Museo de Zaragoza un óleo sobre tela de colección privada con el autorretrato de Goya (62 x 42 cm),
para ser visto y discutido por una comisión de estudiosos. Se trataría del
primero de la serie que ha llegado hasta nosotros, una tesela más que añadir a
la polifacética veintena de lienzos con el pintor aragonés como protagonista.
“El tiempo también pinta”, parecen recordarnos estos registros de la evolución
fisonómica y psicológica de Goya. O peor: despinta, si reformulamos aquel viejo
adagio de la literatura artística. Y en este caso la fortuna crítica le ha sido
más bien adversa, desde que el Museo de San Luis (Misuri), que lo había mostrado
cual joya de la corona a lo largo y ancho de Estados Unidos durante la década
de los 50, de Milwaukee a Dallas, pasando por Nueva York, en la exposición Fifty
Masterworks of the City Art Museum of Saint Louis de 1958, decidiera en 1986 desprenderse de él vendiéndolo como obra de
un seguidor del maestro.
Desde entonces está en manos
privadas, pero, recientemente, sus actuales propietarios decidieron encargar su
limpieza y restauración. El resultado de estos trabajos superó todas las
expectativas y motivó la consulta a la que aludía al comienzo. Después de un
intenso intercambio de ideas con el profesor Gonzalo Borrás, el director del
Museo de Zaragoza, Miguel Beltrán, y su equipo de restauradoras de pintura
antigua a partir de la obra, la documentación y el informe de restauración
proporcionados por los propietarios, y estando presente el profesor Paolo
Mangiante, que realizó la presentación de todo el material, llegamos a algunas
conclusiones muy elocuentes.
La primera impresión fue
favorable, a pesar de que la película pictórica no era particularmente espesa y
se advertía que había sufrido. Los análisis realizados durante la restauración
confirmaban la existencia de lagunas en el rostro y en la cabellera, así como
un gran pentimento a nivel de la mejilla
izquierda, corregida varias veces. Por otro lado, resultaba indudable que el
personaje representado era Goya, por ser muy similar en pose, formato y atuendo
al autorretrato de su juventud conservado en el Museo Ibercaja Camón Aznar de
Zaragoza (MICAZ). Los análisis efectuados durante la restauración lo situaban
asimismo en su época, antes de la fabricación de los primeros pigmentos de
síntesis. Ninguno de los identificados en el análisis espectrométrico de
fluorescencia de rayos X (XRF) era moderno; en cambio aparecían otros, como la
tierra verde, que se extrae abundantemente de canteras italianas. Este detalle,
corroborado por Beltrán en su dilatada experiencia de arqueólogo, abonaría en
cualquier caso la hipótesis de su ejecución durante la estancia romana
(1769-1771). Y de hecho, este Goya es aún más joven que el del citado “retrato
de bodas” (óleo sobre tela, 58 x 44 cm) del MICAZ, datado entre 1773, fecha de
su matrimonio con Josefa Bayeu, y 1775; o, en cualquier caso, antes del viaje a
Madrid. Éste último, por tanto, sería una versión posterior, pues la fisonomía
no miente y en esto coincidimos todos los que lo vimos.
Sin embargo, ¿por qué un museo
norteamericano se habría desembarazado de un Goya? Pregunta que exigía
respuesta convincente, dejando de lado las peculiaridades de la política de
adquisiciones y de difusión de fondos museales al otro lado del oceáno.
Examinando el iter de la obra no se
podía negar que era largo y complejo. Gassier y Wilson (1970) la habían
identificado con la que fuera propiedad de Carlos de Haes, “ventajosamente
restaurada por don Marcelino de Unceta”.
Ni qué decir tiene. Después de la
intervención decimonónica a que había sido sometida nadie habría supuesto en
aquel Goya de naipe un autorretrato original, como hizo notar Borrás. El
luminoso rojo del pañuelo al cuello, en las fotos previas a la restauración,
era igualmente sospechoso. La obra había sido muy maltratada por el tiempo,
cierto, y tenía repintes pesados. Libre de ellos, mostraba en cambio una paleta
terrosa, casi minimalista, hecha de pigmentos naturales como óxidos de hierro
(mezcla de tierra verde y tierra de sombra), blanco de plomo y cinabrio, usado
sumariamente para labios y carnaciones, lo que la aproximaba a obras de
pintores que hicieron de los colores oscuros, ocres y marrones, prácticamente
una marca, como Velázquez y Rembrandt, tan admirados por Goya. ¿Imperativos de
logística u opción estilística, en el caso de este autorretrato?
Sea como fuere, no deja de
sorprender la economía de recursos y materiales con que, desde el punto de
vista cromático, está realizado. Esto, que no podía sino acrecentar la valía de
su autor, había dejado de ser visible tras intervenciones poco respetuosas
asentadas en criterios de conservación muy lejanos de los actuales. El paso del
tiempo, los cambios de propiedad y los pintores-restauradores habían logrado
empañar completamente su primitiva y austera belleza hasta hacerla
irreconocible a ojos de críticos y connoisseurs.
Maravilloso, Malena.
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