jueves, 27 de noviembre de 2014

El primer autorretrato de Goya… y sus críticos


En 2013 fue depositado en el Museo de Zaragoza un óleo sobre tela de colección privada con el autorretrato de Goya (62 x 42 cm), para ser visto y discutido por una comisión de estudiosos. Se trataría del primero de la serie que ha llegado hasta nosotros, una tesela más que añadir a la polifacética veintena de lienzos con el pintor aragonés como protagonista. “El tiempo también pinta”, parecen recordarnos estos registros de la evolución fisonómica y psicológica de Goya. O peor: despinta, si reformulamos aquel viejo adagio de la literatura artística. Y en este caso la fortuna crítica le ha sido más bien adversa, desde que el Museo de San Luis (Misuri), que lo había mostrado cual joya de la corona a lo largo y ancho de Estados Unidos durante la década de los 50, de Milwaukee a Dallas, pasando por Nueva York, en la exposición Fifty Masterworks of the City Art Museum of Saint Louis de 1958, decidiera en 1986 desprenderse de él vendiéndolo como obra de un seguidor del maestro.

Desde entonces está en manos privadas, pero, recientemente, sus actuales propietarios decidieron encargar su limpieza y restauración. El resultado de estos trabajos superó todas las expectativas y motivó la consulta a la que aludía al comienzo. Después de un intenso intercambio de ideas con el profesor Gonzalo Borrás, el director del Museo de Zaragoza, Miguel Beltrán, y su equipo de restauradoras de pintura antigua a partir de la obra, la documentación y el informe de restauración proporcionados por los propietarios, y estando presente el profesor Paolo Mangiante, que realizó la presentación de todo el material, llegamos a algunas conclusiones muy elocuentes.

La primera impresión fue favorable, a pesar de que la película pictórica no era particularmente espesa y se advertía que había sufrido. Los análisis realizados durante la restauración confirmaban la existencia de lagunas en el rostro y en la cabellera, así como un gran pentimento a nivel de la mejilla izquierda, corregida varias veces. Por otro lado, resultaba indudable que el personaje representado era Goya, por ser muy similar en pose, formato y atuendo al autorretrato de su juventud conservado en el Museo Ibercaja Camón Aznar de Zaragoza (MICAZ). Los análisis efectuados durante la restauración lo situaban asimismo en su época, antes de la fabricación de los primeros pigmentos de síntesis. Ninguno de los identificados en el análisis espectrométrico de fluorescencia de rayos X (XRF) era moderno; en cambio aparecían otros, como la tierra verde, que se extrae abundantemente de canteras italianas. Este detalle, corroborado por Beltrán en su dilatada experiencia de arqueólogo, abonaría en cualquier caso la hipótesis de su ejecución durante la estancia romana (1769-1771). Y de hecho, este Goya es aún más joven que el del citado “retrato de bodas” (óleo sobre tela, 58 x 44 cm) del MICAZ, datado entre 1773, fecha de su matrimonio con Josefa Bayeu, y 1775; o, en cualquier caso, antes del viaje a Madrid. Éste último, por tanto, sería una versión posterior, pues la fisonomía no miente y en esto coincidimos todos los que lo vimos.

Sin embargo, ¿por qué un museo norteamericano se habría desembarazado de un Goya? Pregunta que exigía respuesta convincente, dejando de lado las peculiaridades de la política de adquisiciones y de difusión de fondos museales al otro lado del oceáno. Examinando el iter de la obra no se podía negar que era largo y complejo. Gassier y Wilson (1970) la habían identificado con la que fuera propiedad de Carlos de Haes, “ventajosamente restaurada por don Marcelino de Unceta”.

Ni qué decir tiene. Después de la intervención decimonónica a que había sido sometida nadie habría supuesto en aquel Goya de naipe un autorretrato original, como hizo notar Borrás. El luminoso rojo del pañuelo al cuello, en las fotos previas a la restauración, era igualmente sospechoso. La obra había sido muy maltratada por el tiempo, cierto, y tenía repintes pesados. Libre de ellos, mostraba en cambio una paleta terrosa, casi minimalista, hecha de pigmentos naturales como óxidos de hierro (mezcla de tierra verde y tierra de sombra), blanco de plomo y cinabrio, usado sumariamente para labios y carnaciones, lo que la aproximaba a obras de pintores que hicieron de los colores oscuros, ocres y marrones, prácticamente una marca, como Velázquez y Rembrandt, tan admirados por Goya. ¿Imperativos de logística u opción estilística, en el caso de este autorretrato?

Sea como fuere, no deja de sorprender la economía de recursos y materiales con que, desde el punto de vista cromático, está realizado. Esto, que no podía sino acrecentar la valía de su autor, había dejado de ser visible tras intervenciones poco respetuosas asentadas en criterios de conservación muy lejanos de los actuales. El paso del tiempo, los cambios de propiedad y los pintores-restauradores habían logrado empañar completamente su primitiva y austera belleza hasta hacerla irreconocible a ojos de críticos y connoisseurs.

miércoles, 17 de septiembre de 2014

La verdad sobre el caso Szeemann (I)


En 2015 podremos ver de nuevo Los pechos de la Verdad. No; no ha resucitado esa hermosa muerta de los Desastres de la guerra, por si alguien se lo había preguntado. Se trata de una nueva edición de la muestra ideada en 1978 por el curador Harald Szeemann (fallecido en 2005), con la que se reabrirá el museo de Casa Anatta en Monte Verità (Ascona, Suiza). El catálogo, editado por Electa y abundantemente ilustrado con fotografías y documentos de época, era bastante anómalo, empezando por el título: Monte Verità. Antropología local como contribución al redescubrimiento de una topografía sacral moderna. Denso de contenidos y profundo en sus artículos, se estructuraba en cuatro secciones, “ubres” de las que se nutrieron intelectuales, reformadores y visionarios, huéspedes todos en la colina asconesa: anarquismo, Lebensreform, revolución sexual y liberación de la mujer, arte y literatura. En sus márgenes, 600 fichas con otras tantas biografías de quienes, en algún momento de sus vidas, aportaron su granito de arena a la utopía que el primer curador independiente de arte contemporáneo quiso validar con esta exposición. Exposición con un protagonista colectivo, el reformador, que a veces adopta el decoroso atuendo del artista. O no: los monteveritanos de comienzos del siglo pasado danzaban desnudos al sol. Hoy que hablamos de “artivismo” y sus practicantes trabajan con realidades concretas, ¡qué lejos quedan las utopías y la dimensión poética de su fracaso, tan atractiva para Szeemann! Pero ¿no había dicho el autor de Goethe als Vater der neuen Aesthetik, Rudolf Steiner, que “los artistas deben llevar el reino divino a la tierra”?

¿Qué sentido tendría recuperar este trabajo de Szeemann, reverenciado unánimente en el artworld por When attitudes become form (1969)? Lo tiene, desde luego, para la Fundación Monte Verità,  constituida por el cantón Tesino y el Politécnico de Zúrich, organizador de congresos científicos de altísimo nivel en su histórico hotel Bauhaus, que ha puesto en marcha un proyecto de relanzamiento millonario, “Monte Visione”, con el que pretenden reconquistar su antigua categoría de fórum cultural. Parte importante, precisamente, son las acciones conservativas necesarias para reconstruir la exposición del 78 y para hacer consultable la parte correspondiente del archivo Szeemann (el resto se custodia en el Getty Research Institute de Los Ángeles).

El riquísimo material recogido por Szeemann durante cuatro años será tratado en el nuevo museo como una instalación artística, respetando, asegura el historiador Andreas Schwab, “la intención original del comisario”, así como su carácter primigenio de travelling show por varias capitales europeas, de Berlín a Viena. Como complemento, los edificios de Casa Selma (ya recuperada y sede de un audiovisual), de los Rusos y el Elisarion, albergarán una exposición contextualizadora, en un estilo muy diferente al usado por el curador bernés, con pocos objetos originales y mayor énfasis en lo multimedial.

Acaba de caer en mis manos una publicación del colectivo romano Doppiozero (doppiozero.com) sobre Szeemann, que analiza algunos aspectos de su práctica curatorial (Pietro Rigolo, Sumergirse en el lugar elegido. Harald Szeemann en Locarno, 1978-2000). Por ahora, quisiera hacerme eco de dos de ellos. Primero, su rechazo de la profesionalización: donde hay mucho trabajo de gestión, burocrático, hay poco tiempo para el estudio y la investigación. En la siguiente entrega hablaré de las “obsesiones” de Szeemann —la utopía es sólo una de ellas—, y de su materialización en exposiciones work-in-progress. Carácter que sin duda determinaba la mente errática de su comisario (llamémoslo así). Incapaz de renunciar a quedarse sin respuestas, no dejaba de hacerse preguntas. Las exposiciones no eran más que la punta del iceberg de su estudio-archivo en Tegna, cerca de Ascona. Sin esta actitud, sin este bagaje, no hay curador independiente que valga, por mucho que se autoproclame en una web.

Segundo: ante la imposibilidad de trabajar programando exposiciones para instituciones (se ve que este traje le quedaba estrecho, sobre todo después del revuelo que se armó con When attitudes...), decidió operar bajo el nombre de “Agencia para el trabajo espiritual en el extranjero” (Agentur für geistige Gastarbeit / Agenzia per il lavoro spirituale all’estero). La ocurrencia, dejando a un lado sus implicaciones políticas, no era tal. Artistas de Fluxus y sus correligionarios ya jugaban a inventarse instituciones. El propio Beuys, con su “Organización para la democracia directa a través del referendum” (1971), mantuvo una oficina abierta al público durante Documenta 5, y él al frente para explicar el proyecto.

Me consuela saber que la Fundación del Garabato tiene ilustres precedentes entre estos “pensadores salvajes”. Como decía Szeemann:

«Para mí no hay separación entre vida privada y trabajo; por tanto, si debo pensar en el encuentro que más me ha marcado, diría que ha sido conmigo mismo. Hay un imperceptible equilibrio que hay que encontrar dentro de sí, que te vuelve solitario pero a la vez un poco exhibicionista. Así, me han definido Pensador Salvaje, enfermo de acribia, a causa de mi particular sentido del orden. Cada exposición mía es también un espejo en el que me retrato. Tras cada proyecto culminado he intentado siempre liberarme del poder que me otorgaba. Antes de dedicarme al estudio preliminar de un proyecto necesito de una cierta atmósfera enteramente mía y, sólo cuando siento que tengo la exposición en la cabeza, escribo la primera carta en busca de financiación. Pero el tiempo que precede a todo esto me es muy necesario. ¿En qué lo empleo? Voy por ahí, leo los periódicos en la cafetería, paso quizá un día entero poniendo orden en aquello que hice en el pasado. En fin, que cada vez que me pongo manos a la obra, siento que tengo que hacer algún descubrimiento» (cit. por Lucrezia De Domizio Durini, Harald Szeemann. Il pensatore selvaggio, Silvana Editoriale, Milán, 2006).

Si a este comisario-rockstar (!) le hubieran preguntado en qué consistía aquella intrigante Agentur, simplemente habría respondido: “C’est moi”.